Martes día veintiocho de un calurosísimo final de julio. Le daba vueltas a algunos comentarios recibidos en este tramo final intentando adivinar quien sería el que me habría convocado a la futura reapertura de El Bulli con un pin de Charlot y puede que con un bombín. Pensando a cerca del efecto que pudiera tener en el Tabulé el sustituir el zumo de limón por el de lima, incluso barajando la posibilidad de añadir unas rayaduras de cáscara de lima a la ensalada. Buscando desesperadamente en desordenada biblioteca una cita sobre el bacalao salado y la cocina fosilizada que me permitiera incluir una receta de brandada de bacalao hecha con la termomix.
Enfrascado como estaba en estas disquisiciones sobre las incidencias del blog, ordenando el trabajo de las próximas entradas cuando, de golpe, se produce una circunstancia especial, una luz ténue que te abre un camino abandonado desde hace algunos años.
Me explico, hace unos días un amigo que convocó a comer, llevábamos meses sin vernos aunque durante casi dos años nuestro contacto había sido permanente por circunstancias profesionales. Encajamos agendas - tarea que no siempre es fácil - y quedamos para comer, él elegiría el sitio. Ayer lunes llegó un sms con el lugar y hora de la comida: 14'15 horas en el Hofmann, calle Granada del Penedés nº 14 de Barcelona.
Llevaba muchos años, puede que casi 20, sin ir al Hofmann. Recuerdo que en Barcelona a principios de los noventa del siglo pasado el Hofmann era uno de los lugares de referencia de la gastronomía desenfadada de la ciudad, una escuela de hostelería que había ganado su prestigio con la repostería y que disponía de una carta no muy amplia pero con mucho encanto, todo ello dirigido por una mujer pelirroja Mey Hofmann que durante un tiempo fue uno de los iconos de la ciudad.
El Hofmann que conocí ocupaba una planta principal de un edificio antiguo del borne, en la calle Argentería, frente a la basílica de Santa María del Mar. En pocos meses acudí en varias ocasiones a aquel restaurante con camareros nerviosos, voluntariosos y algo desordenados. Para un muchacho de Castilla adentro ese primer contacto con la cocina mediterránea fue una sorpresa.
Dejé Barcelona y al regresar, años después, el boom mediático de la cocina catalana me llevó por otros derroteros. Mientras tanto Hofmann había abierto nuevo restaurante en la zona alta, un espacio moderno y más amplio. El nuevo Hofmann puede que se abriera hace cinco años. Intenté reservar en alguna ocasión pero no coincidió.
He de decir que tengo una teoría, sin duda equivocada, de que cuando un cocinero traslada su cocina pierde parte de su alma, así lo sentí cuando acudí a La Broche de Arola en Madrid al mudarse a un hotel, luego lo volví a vivir en Barcelona con el Gaig y con el Abac. De ahí que ante la falta de suerte para hacer una reserva fui demorando mi regreso al Hofmann, sin grandes angustias dado que pensaba que no encontraría el alma de su viejo local.
Casualmente hace apenas tres días el Hofmann fue una de las opciones descartadas para una cena de aniversario con mi mujer.
De repente mi amigo me convoca en el Hofmann para comer. El local impecable, el servicio mucho más pulido y preciso que el que conocí años atrás. Los entrantes de la casa originales, mi amigo debe ser un habitual del lugar y le tratan con cariño. Pedimos una comida ligera - 35 grados fuera a la sombra- y una tarde complicad de gestiones, poco vino (una copa de Martín Berdugo) y dos primeros cada uno para no complicar la digestión. Un salmorejo con gamba y crujiente de jamón, muy delicado, y una paella pelada armonizada con unos pocos guisantes que le daban un toque meloso sorprendente. Hay que elegir los postres al principio, así que yo me decanté por un Coulan de chocolate con helado de vainilla, mi amigo por un pastel de queso.
La cocina, el servicio y el lugar fueron suficiente como para imponerme el volver al Hofmann antes del verano.
Ya con los cafés mi amigo preguntó por Mey Hofmann, yo no sabía que eran conocidos; enseguida apareció la jefa a saludar. Pese a mis escarceos aficionados por el mundo de la cocina no había tenido nunca la oportunidad de tratarla en persona - he de decir que las mujeres pelirrojas siempre me han infundido cierto temor -. tras unas rápidas presentaciones se me ocurrió preguntarle por un plato que en su momento me impactó, una torta, tarta o coca de sardinas maravillosa que no he conseguido volver a probar en otro sitio. En su momento - hace 20 años - aquel era un plato rompedor porque a ningún cocinero de postín se le ocurría utilizar productos tan humildes.
Tanto la jefa como el maestro de sala me regañaron ya que la tarta seguía en la carta y sólo mi torpeza me había impedido encontrarla. Pensaba que el cambio de local llevaba aparejada un cambio de carta y que los cocineros, como los cantantes curtidos, suelen estar molestos por tener que reproducir platos que entienden superados.
Sin embargo Mey Hofmann me aseguró que era todo lo contrario, que la coca de sardinas era uno de los platos estrella de sus menús y que mucha gente no le perdonaría haberlo suprimido.
Charlamos sobre mis absurdas teorías sobre la pérdida del alma, ella me trasladó sus agobios sobre la proliferación de blogs gastronómicos y su incidencia en la crítica de cocina. El mio no es un blog ni peligroso ni influyente, sólo un divertimento amateur.
Ya desde la salida del Hofmann comprendí que el reencuentro, por sorpresa, exigía una entrada inmediata en la bitácora, una entrada antes de que se pudiera diluir el impacto del momento, de los sabores y del espíritu del Hofmann que creció a las puertas de Santa María del Mar.
Lo primero era buscar un cuadro que pudiera ser reflejo del reencuentro. Tras algunas dudas me decanté de nuevo por el barroco holandés, Jan Davisz Van Heem, unas horas antes había tenido la oportunidad de ver en Madrid - en un lugar poco habitual y en circunstancias poco propicias para apreciar el talento - un cuado de ese pintor. El cuadro es tan rico, luminoso y sorprendente como lo fue mi regreso al Hofmann.
El segundo paso era el de evocar la coca de sardinas a partir de la sensación o el recuerdo de ese sabor anclado en el siglo pasado. EL dictado de la memoria - no he conseguido en estas pocas horas la receta original - me lleva a pensar que la base de la torta era una pasta brisa previamente endurecida en el horno, sobre la pasta se colocaba un sofrito de tomate en una capa muy fina, también cebolla confitada. Sobre las verduras, boca a bajo lomos de sardina sin espinas y escamas, con la piel reluciente. Mi duda existencia es la de saber si la coca tenía que ir al horno unos minutos para que se cocieran las sardinas o si los lomos se pasaban previamente por una plancha para colocarlos luego con primor sobre el sofrito.
Para terminar de presentar el plato no quedaba sino añadir una aceite emulsionado con perejil - o puede que albahaca - y llevarlo a la mesa. La torta que recuerdo daba para dos o cuatro comensales, en función de que se tomara como aperitivo o como entrante.
Ese mismo plato lo he visto y probado en muchos lugares, en presentaciones tanto minimalistas como bullangueras, en chiringuitos y en gastrotecas pintureras. Ninguna de las otras veces las sardinas me supieron tan ricas como la primera vez que las probé en el Hofmann.
La comida de hoy ha sido un regreso a aquel tiempo y a aquellas sensaciones, casi me avergüenzo de no haber recaido en el Hofmann hasta hoy. Agradezco a mi amigo su propuesta.